Por: José Félix Lafaurie Rivera

@jflafaurie

 

El general Nicacio Martínez, un hombre de honor que se preocupó más por la seguridad y la dignidad del soldado que por el boato de jerarquías y clubes militares; que persiguió la corrupción que mancha a la institución pero no lesiona su tradición bicentenaria, está siendo sacrificado dentro de la torva campaña de deslegitimación y bloqueo al gobierno Duque.

No nos engañemos. El problema no es el general Martínez, como no lo era el exministro Botero, pero la estrategia de minar la moral de la Fuerza Pública funciona. Primero fue una directiva malinterpretada por un periodista extranjero, con el apoyo del NYT y de congresistas estadounidenses, convertida mediáticamente en regreso de los falsos positivos. Luego Vivanco, descalificando al general y a la nueva cúpula, como responsable de falsos positivos, según el veredicto del autoproclamado “juez universal”; y hasta una relatora de Derechos Humanos de Naciones Unidas se atrevió a acusar al gobierno colombiano, poco menos que de asesino.

Para colmo, una vez más la revista Semana, protegida por la reserva de sus fuentes, por “documentos secretos en su poder” –¡vaya confesión!–, y con escandalosa portada, sin mayor confrontación con otras fuentes inventa que la salida del general no fue por respetables motivos personales, como lo ratificó el presidente, a quien de paso acusa de mentiroso, sino por sus responsabilidades –otro juez autoproclamado– en un episodio de chuzadas en investigación.

Pero la opinión pública no es tonta. Las Fuerzas Militares siguen siendo la institución más apreciada por los colombianos, aunque su favorabilidad pasó de un promedio del 78% durante la era Uribe, al 68% a mediados de 2019, con imagen desfavorable del 29%, cifras todavía excepcionales en nuestra institucionalidad.

¿Qué pasó? Bajo el mandato de Santos, la acción de los militares contra los narcoterroristas fue afectada por la neutralización de las negociaciones de La Habana, bajo la figura extorsiva e inconstitucional del “cese bilateral”, al que el Gobierno decía no acceder ante los micrófonos, pero accedía por debajo de la mesa.

Pero más demoledora ha sido la neutralización mediática a partir de la deslegitimación. Los “falsos positivos”, aunque está probado que no respondían a una política institucional, fueron convertidos en estigma por la izquierda y, como el gobierno sentó a los militares en la mesa, terminaron siendo otra tuerca para darle presión extorsiva a las negociaciones, al punto que empezó a presentarse el fenómeno inverso: las bajas reales denunciadas como falsos positivos.

Las fuerzas oscuras que quieren sembrar el caos pretenden devolver los soldados a sus cuarteles, con más eficiencia que una operación pistola, la emboscada artera o el terrorismo salvaje: No contentas con llevar ante la JEP a los militares en igualdad de condiciones con los narcoterroristas, les infringen el mayor daño moral a través de las redes convertidas en instancias de juzgamiento mediático. Es la lesión a lo más sagrado para un soldado: el honor, induciendo el desprecio de la sociedad a la que juraron defender y le han entregado su tranquilidad y su vida.

 

Frente a los niveles de criminalidad por la herencia maldita del narcotráfico, lo que el país necesita es una Fuerza Pública sólida, actuante y con fuerte respaldo social. Su neutralización mediática frente a los criminales es una conducta apátrida y un camino suicida hacia el abismo.

¿Hasta cuándo esa conspiración contra quienes tienen la misión constitucional de defendernos? Es necesario detener ese complot y restaurar la imagen de las Fuerzas Militares, como un asunto de supervivencia de nuestra democracia. No dejaré de repetirlo: ¡Ay de la sociedad que no honre a sus héroes, porque dejará de tenerlos!