Por: Fernando Londoño

El bueno de Curzio Malaparte andará, donde quiera que ande, lamentándose de no haber conocido la nueva técnica de Golpe de Estado que por acá nos hemos inventado.

Malaparte creyó haber agotado la materia tratando con pluma maestra los golpes de esta naturaleza que se dieron desde el Brumario Napoleónico hasta los desfiles de las hordas mussolinianas, con camisas negras, amenazando caer sobre Roma si no les daban todo el poder que exigían.

Después de aquéllos golpes, en los que habrá de destacar el de Hitler desde la Cancillería que le concedió graciosamente el acabado Hindenburg, y el de los bolcheviques, despreciable minoría que Trotski llevó al poder tomándose los caminos, la electricidad, el agua, los teléfonos. Tómense los puntos neurálgicos de la vida social y lo demás caerá como fruta madura entre sus manos. Buen invento.

Terminada la obra de Malaparte, el mundo siguió rodando por los acantilados de los golpes de estado, siempre con uso de la fuerza y muchas veces con el apoyo de masas frenéticas que vitoreaban al dueño de esa fuerza golpista. Pero más o menos lo mismo. Un generalote con fortuna volteaba el tablero de las fichas democráticas y se alzaba con el poder. E instalaba su dictadura, hasta que la reacción popular u otro general más poderoso lo ponía preso, o lo fusilaba, o lo mandaba al exilio y vuelta a empezar.

Pero lo nuestro es pura invención autóctona, legítimo descubrimiento, pieza inédita en esta sucesión interminable de formas de tomarse el poder, cambiar las instituciones y de vuelta a empezar en el repetitivo camino de la Historia.

Nos inventamos algo nuevo, sin cañones ni ametralladoras, sin multitudes vociferantes, sin exilios ni fusilamientos. Ahí está la gracia.

Y agreguemos que el invento apenas ha sido notado por el que pierde el poder, que sigue en su silla, sin darse cuenta de que ahí está la silla, pero no el poder.

Al Presidente Duque le quitaron sus facultades esenciales unos oscuros magistrados del Tribunal de Cundinamarca, y nadie lo notó. Ni el Presidente siquiera.

Entre las muchas atribuciones del Presidente en nuestro régimen, el que acaba de fenecer, se contaban principalmente el manejo de las relaciones internacionales, la conservación y la guarda del orden público, la conducción, como Comandante Supremo, de unas Fuerzas Militares y de Policía que hacían coercible ese Derecho y que hacían posible, en su virtud específica, la defensa del orden institucional vigente. Y al Presidente le han quitado todo eso, lo que significa que le dieron estruendoso Golpe de Estado y nadie lo ha notado. Ni él mismo.

En desarrollo de viejos tratados suscritos y desarrollados por décadas con los Estados Unidos, el Presidente podía mantener nuevas, actualizadas, eficaces las Fuerza Armadas, con la asistencia de militares de aquel ejército, el mejor del mundo, bien que vinieran sus hombres a traernos sus conocimientos, bien que los nuestros se entrenaran en sus bases militares.

Pues esa facultad soberana y esencial la pasaron los magistrados de marras al Senado de la República, que será el que autorice o niegue esos contactos, permita esa absorción de conocimientos vitales y nos habilite con esos conocimientos para la defensa de la Nación de sus enemigos externos e internos.

Al proveer de ese modo, por la vía de la inefable tutela, le han quitado al Presidente la iniciativa para el manejo de las relaciones internacionales. Será ahora el Senado el que diga, después de sus debates impotables,  con quien haremos pactos y en cuáles condiciones. El poder en Colombia ha dejado de ser presidencial y lo han convertido, sin dolor ni pena, en un lamentable poder parlamentario. Quienes mandan de ahora en adelante, son los “tornillos” y los petros y los cepedas. Apenas eso nos pasó.

Si el Presidente no puede disponer los caminos, los medios, las formas, para mejorar la calidad de las fuerzas militares y de policía, ha quedado convertido en un pobre pelele o en un figurín como ciertos reyes que reinan, pero no gobiernan.

Gobernar es por esencia hacer respetar el orden institucional de la República; garantizar los derechos de la gente e impedir que sean pisoteados por el primer bandido o aventurero que se lo proponga; conservar la base de la paz y el desarrollo y la prosperidad, con la defensa del orden público; mantener inserta la Nación en las grandes corrientes de la Historia a través de los entendimientos y los pactos con otros Estados. Quítesele todo eso al Presidente, como se lo acaban de quitar con una tutela, y del orden constitucional no quedan más que los despojos. Y del Presidente, así sometido al arbitrio del Congreso, apenas se mantiene el nombre y la casa donde more.

A Curzio Malaparte le faltaba esta lección. Su libro famoso ya no vale la pena.