Los magistrados que votaron en contra de Uribe fueron todos elegidos desde el gobierno Santos, o son cercanos al exfiscal Montealegre, quien se declaró víctima del proceso y es muy recordado por su contratación con la señorita Tocarruncho, alias Springer.
No soy la persona para emitir juicios sobre la culpabilidad de Álvaro Uribe en el proceso que le sigue la justicia colombiana. Reconozco en él un político avezado, a quién su compromiso con su visión de país, como a todos los gobernantes que olfatean las mieles del poder, pudo haberle llevado a acercarse de las líneas grises. No me atrevo a declararlo ni culpable ni inocente, porque no me corresponde y a diferencia de muchos, no emito juicios si no tengo la capacidad para hacerlo.
Tampoco soy un experto en la materia para dar un juicio sobre un tema jurídico tan complejo como la tutela que analizó la Corte Constitucional sobre el cierre de su proceso. Tan solo juristas excelsos, como hay muchos en este país, sin agendas ni posturas políticas sesgadas (de esos si hay menos), pueden referirse técnicamente a la decisión que tomó la Corte en una votación que quedó 5 a 4 en contra del expresidente.
Lo que si puedo afirmar es que la decisión de la Corte está rodeada de circunstancias que permiten sugerir, mas no comprobar, que fue una decisión política y no en derecho. Los magistrados que votaron en contra de Uribe fueron todos elegidos desde el gobierno Santos, o son cercanos al exfiscal Montealegre, quien se declaró víctima del proceso y es muy recordado por su contratación con la señorita Tocarruncho, alias Springer. Los magistrados que fueron elegidos en el gobierno Duque votaron a favor del expresidente.
El problema de fondo no es la decisión sobre el proceso del expresidente, sino que la supuesta justicia ciega no lo es. Las altas cortes colombianas, ya salpicadas por procesos de venta de fallos bajo su presidente Jorge Pretelt, en la Constitucional, por el cartel de la toga y muchos casos más, no son prenda de garantía impartiendo justicia desde las posturas políticas de muchos de sus magistrados, que de manera repetida desestiman la jurisprudencia. Sin darnos cuenta hoy encarnan la visión más sofisticada de manipulación del poder, desde una posición en la que, en la práctica, no tienen que rendirle cuentas a nadie.