Por: Fernando Londoño

Los economistas llamaron “holandesa” la enfermedad que consiste en una bonanza externa que desequilibra y lleva a la ruina la economía doméstica. Muchos están de acuerdo en afirmar que el mal Los economistas llamaron “holandesa” la enfermedad que consiste en una bonanza externa que desequilibra y lleva a la ruina la economía doméstica. Muchos están de acuerdo en afirmar que el mal debió llamarse “español”, en memoria de los galeones que iban cargados de oro y plata desde América hasta la metrópoli y que desbarajustaron todo su orden interno. Ni industria, ni agricultura, ni servicios pudieron mantenerse a flote, cuando competían con importaciones compradas con aquella fortuna inmensa.

A Colombia le pasa lo mismo. Los dólares le llueven de la cocaína que produce y vende en cantidades fabulosas. No hay quién compita en esas condiciones terribles. La víctima es la producción nacional, incapaz de exportar porque siempre recibe en pesos menos que antes e incapaz de enfrentar la producción del mundo, que le llega tan barata. Es una especie de dumping al revés. Nos la hemos ingeniado para favorecer el trabajo extranjero, el de la China o de Estados Unidos o de Europa, en contra del nuestro.

Es un proceso continuo y demoledor. Pasamos años con dólar a $1.800 y luego, cuando parecía que corregíamos el rumbo, hemos vuelto a las andadas. En febrero del 2.016, el dólar valía $3.450. Hoy vale $2.780. Sin que el Banco de la República quiera admitirlo, porque no tendría cómo explicarlo, hemos revaluado el peso un 20%. Con eso no compite nadie. No crece nadie. No sobrevive nadie.

La cosa es peor cuando se descubre, sin mucho esfuerzo, el origen de ese cáncer. Porque no exportamos más, sino menos; porque no hemos dejado de importar, aunque le pongamos disfraz a mucho de lo que compramos del exterior; porque no han crecido, sino caído, las inversiones genuinas; porque el endeudamiento es altísimo, movido por esa ganga del dólar barato, pero no suficiente para explicar el desastre.

La enfermedad colombiana se llama cocaína, la que mandamos en cantidades siniestras a los mercados del mundo, y luego la lavamos para que impregne todos los resquicios de la economía. Viajamos cocaína, importamos cocaína, pagamos tratamientos médicos con cocaína y estudiamos cocaína en el exterior. Para rematar, nos hacemos los desentendidos, dándole a lo que es tan sencillo explicaciones rebuscadas, casi cómicas. Los analistas económicos que tenemos son unos chistosos muy serios. Cuando baja el dólar, o cuando no sube como debiera, pulen sentencias y análisis que son para matar de la risa. Mientras tanto, ni el DANE ni el Banco de la República tocan el tema. Lo suyo no es el delito.

Con cifras externas tan buenas, las calificadoras internacionales de riesgo también se hacen las de la oreja mocha. Colombia sale siempre bien librada de sus profundos estudios. Los prestamistas pueden dormir tranquilos y los que compran papeles del gobierno no tienen de qué preocuparse. Cada día debemos más, y cada día vendemos más cocaína. El resultado es que podemos con la carga. Todos tranquilos.

Tranquilos hasta que explote esta bomba, que ya da señales claras de que el fin se aproxima. Porque creciendo por debajo del 2% anual, no hay cuerpo que resista. Ni calificadora que pueda seguir con los ojos cerrados, ni autoridad monetaria, ni DANE que aguanten. El desastre está cercano.

Dijimos que nos endeudamos cada día más. El administrador de la catástrofe, un tal Santos que anda por ahí diciendo y haciendo majaderías, vivirá en Londres cuando sus compatriotas despierten a la amarga realidad que se les vendrá encima. Cuando la correa reviente, no habrá calzones que se tengan.

La enfermedad española tenía sobre la nuestra una ventaja: no corrompía tanto. Porque la cocaína no solo se mandó al exterior para envenenar juventudes ajenas. Los bandidos que la promueven, con la venia de la Corte Constitucional y del Gobierno, descubrieron lo inevitable. El mercado de la parroquia también era atractivo.

El consumo de coca y bazuco se apoderó del país. Hábiles para bautizar catástrofes,  llamamos ollas el teatro humano que se alimenta de esa podredumbre. Y eso es todavía peor que la revaluación, que la caída de las exportaciones, que el contrabando, que todo. Nuestra juventud, dijéramos mejor nuestra niñez, es el primer objetivo de esos desalmados que las Cortes que padecemos tratan con considerada alcahuetería. Y ese daño no lo repara nadie.

La enfermedad colombiana no se limita a un desastre económico que estamos sufriendo con tal de congraciarnos con la canalla de las FARC. Mucho peor, constituye un drama social y moral incalculable. Que a lo mejor Santos no tiene calculado. Por esfuerzos que hagamos, no alcanzamos a medir su perversidad. Lo que ha hecho, destruir la economía colombiana, no tiene nombre. Acabar con la vida de millares de jóvenes y niños para abrirle el paso a sus socios de la guerrilla, es tan horrible que no alcanzan su maldad ni su vanidad para explicarlo. Acaso su torpeza.