Por: Fernando Londoño
 
Lo estamos diciendo con perdón de los castos oídos escandalizados porque lo digamos y seguros de que vamos a merecer otro anatema por parte de los defensores de la pureza ideológica del nuevo uribismo.
¡Pero qué podemos hacer! De la JEP dispuesta en Cuba y redactada por De La Calle y Santiago no queda prácticamente nada.
Todo estaba previsto para que esa Inquisición de nuestro tiempo estuviera conformada por juristas colombianos y extranjeros. Los extranjeros quedaron reducidos a los “amicus curiae” que no han podido entrar en escena. Primera contrariedad.
La esencia de la JEP era convertirla en el Tribunal donde fueran juzgados los civiles que contribuyeron a la guerra directa o indirectamente. El objetivo primero era el Presidente Uribe, la pieza más preciada de estos cazadores furtivos. Pues no pudieron coger tampoco al maldito jabalí, como ya se le escapó a la perrilla de Marroquín. Y fueron los mamertos que tomaron asiento en la Corte Constitucional los que limitaron el alcance de la JEP a los bandidos de las FARC, para absolverlos, y a los militares de Colombia, para condenarlos a todos. Mejor dicho, dejaron escapar la presa: “las organizaciones criminales que hayan sido denominadas como sucesoras del paramilitarismo y sus redes de apoyo”.
En esas organizaciones, y en los que se opusieran a este tratado de paz, así los llaman, venían Uribe y sus amigos, los empresarios que pagaron extorsiones, los escritores que no le gustan a Márquez, al Padre de Roux y Alvaro Leyva, los  funcionarios públicos que enfrentaron la guerrilla comunista, en fin, todos los enemigos de las FARC, que en los acuerdos se llaman enemigos de la paz.
La JEP se caía a pedazos, sin remedio. Pero le vino lo peor. Porque el Congreso de la República, con sus nuevas incontestables mayorías, en buena hora decidió que los militares acusados por cumplir sus deberes pasarían a una sala nueva de la JEP. Que esa sala, integrada por personas que no hubieran demandado antes al Estado por estas cuestiones de paz y guerra, que tuvieran conocimientos de estrategia y tácticas militares, y que fueran expertos en los manuales de guerra que los soldados de Colombia deben respetar. Es el comienzo, un buen comienzo, de la Justicia Penal Militar que existe en todos los países del mundo, porque la materia a que se aplica no puede ser tratada por aprendices, por ignorantes y por gente políticamente interesada.
Pero siguieron las desventuras. Los comunistas amigos de las FARC, muchos residenciados en el distinguido barrio de El Chicó y sus vecindades, querían mantener en la cárcel a los centenares de militares que seguían en prisión por el delito de combatir por la Patria y defender a los colombianos en su vida, honra y bienes. Pues también se les soltó la presa. El Congreso encontró que los militares no podían ser tratados con más rudeza que los mafiosos criminales de las FARC y dispuso que se defendieran en libertad y en libertad aguardaran la conformación de la nueva sala donde serán juzgados.
La JEP convertida en “tiras de piel, cadáveres de cosas”. Pero aún le quedaban dolores por padecer. Porque fiel a su devoción por los asesinos de las FARC  y dispuesta a conservarlos en la más sagrada impunidad, había cerrado filas para impedir su extradición, cuando permanecieran en el juego que más les gusta, el del narcotráfico. Y quería sentar precedente en el caso Santrich, practicando pruebas que tardaran para siempre o que le permitiera buscar alguna rabulería que la dejara conectar los delitos de ahora con los de ayer. Y también se le soltó el bocado. Porque la Corte Constitucional debió recordarle que en los llamados procesos de extradición no hay pruebas, ni juzgamientos, ni sentencias. Por la extradición se pone a disposición de los jueces extranjeros un sujeto acusado por ellos por cometer delitos contra su país. Las pruebas se presentarán allá, los juicios serán allá y de allá las cárceles donde el criminal purgue sus fechorías.
Y todavía más, porque cabe. El Presidente Duque ha dicho, lo que es elemental e incontrovertible, que los desmovilizados que hayan recibido condena por delitos atroces o de lesa humanidad no podrán tomar asiento en el Congreso. Y toda esta canalla llega a la JEP cargando el  fardo de sus condenas anteriores, dictadas por jueces de la República y todas, por lo menos casi todas, originadas en delitos de aquellas categorías.
Sin jueces extranjeros, sin competencia para juzgar a sus enemigos políticos, sin competencia para condenar los militares de Colombia perseguidos, casi todos inocentes, sin competencia para mandar los amigos de las FARC de su cuidado purificador al Congreso y sin manera de protegerlos contra la extradición, ¿qué queda de la JEP? Nada, por supuesto. Está vuelta trizas. Sea dicho con perdón.