Por: Margarita Restrepo

No puedo dejar de expresar mi dolor por los recientes episodios que se han registrado en el Congreso de la República, donde los símbolos patrios han sido pisoteados y maltratados, todo en el marco de una cadena inaceptable de ataques contra monumentos que hacen parte de la historia nacional.

Empezaron tumbado estatuas, cometiendo actos de vandalismo contra monumentos, destrozando plazoletas alegóricas a momentos trascendentales de nuestra vida republicana, y ahora van contra los símbolos de los que todos estamos orgullosos.

El pabellón nacional, con su tricolor, ha hecho parte de nuestra nación desde los tiempos previos a la independencia. A lo largo de los años fue consolidándose, hasta los años 20 del siglo pasado cuando por fin se emitió un decreto donde ratificaba lo adoptado en distintos congresos del siglo XIX.

En el decreto a que hago mención -861 de 1924- se establecieron los requisitos y dimensiones de las distintas banderas -el estandarte de la República, la bandera mercante y la bandera de guerra-. En todos los casos, sus colores son -y en ese orden- amarillo, azul y rojo. Las especificaciones del escudo nacional, cuyo nombre oficial es “escudo de armas de la República”, son las que estudiamos en el colegio y que no viene al caso repetir en esta columna.

Los neocomunistas, que se están jugando sus restos por cambiar nuestra cultura como paso previo a la revolución -siguiendo las indicaciones del filósofo comunista italiano Antonio Gramsci- están dedicados a subvertir nuestros símbolos, como si eso fuera una gran hazaña.

Mientras dan la vuelta al pabellón, proponen cambiar la letra del himno nacional que hace parte de nuestros valores patrios desde 1887, cuando el presidente Rafael Núñez y el compositor Oreste Síndice le dieron vida a esas 11 estrofas que recogen buena parte de nuestra historia.

Con toda claridad hay que decirlo: a quienes no les guste su Patria, sus símbolos, su historia y tradiciones, tienen las puertas abiertas. Hay más de 190 países a los cuales pueden emigrar, si no están dispuestos a observar el merecido respeto que merece Colombia.

La ley no puede obligar a nadie a amar a su país, pero es lo mínimo que podemos esperar y exigir, sobre todo de parte de quienes ejercen funciones públicas.

Es inaudito que haya congresistas empleándose a fondo con el propósito de pisotear los símbolos de la nación, maltratando y descalificando con los peores adjetivos posibles a quienes nos sentimos orgullosos de nuestros valores y tradiciones nacionales. Mientras los neocomunistas se la juegan por el peligroso internacionalismo, los defensores de la libertad y de la democracia planteamos los riesgos que aquello implica, propendiendo siempre por el respeto de los valores y de las diferencias nacionales como presupuesto para la sana convivencia e interacción global.

Que esta sea una oportunidad para tocar el corazón de los colombianos: no se dejen llevar por el discurso mentiroso y populista de la extrema izquierda. Que en los colegios, las universidades, centros de formación académica, pero sobre todo en los hogares, se retome la bella costumbre de inculcar el estudio de nuestra historia, comprender los hechos de acuerdo a las circunstancias en que estos ocurrieron y emitir los juicios a que haya lugar sin perder la perspectiva. Eso significa sembrar amor por Colombia.

Derrumbando monumentos, las situaciones no se borran. Los Estados, como la especie humana, experimentan procesos evolutivos lo que no justifica ni significa que aquello sirva de autorización para romper en mil pedazos los símbolos que han acompañado nuestra consolidación nacional.