Por: John Harold Suárez Vargas,

Senador de la República.

128 órdenes de captura por diferentes tipos de delitos, entre ellos narcotráfico, desplazamiento forzado, homicidio, tiene Darío Antonio Úsuga David, alias “Otoniel”, considerado el narcotraficante más buscado del país, capturado en el marco de la operación “Agamenón”, en un esfuerzo conjunto de la Policía Nacional, Ejército, Fuerza Aérea y Armada, en la que más de 500 hombres participaron y en la que lamentablemente falleció el intendente de la Policía Nacional, Edwin Guillermo Blanco Báez.

Así mismo, tiene vigentes siete sentencias condenatorias y ocho medidas de aseguramiento, dos circulares rojas y una azul de INTERPOL, además de la solicitud de extradición por parte de una corte de los Estados Unidos, que dan muestra de la peligrosidad de este criminal que infundió terror en todo el país, especialmente a los habitantes de la zona del Urabá en los departamentos de Chocó y Antioquia.

Esta captura, al igual que los golpes al ELN en el departamento del Chocó como la muerte de “El Viejo” y “Fabián”, la incautación de más de 440 toneladas de cocaína de enero 1 a agosto 31, entre otras acciones contra la delincuencia, son resultados  de nuestras Fuerzas Armadas y Policía en cabeza del ministro de Defensa, Diego Molano, quien a solo dos meses de su posesión debió afrontar el estallido de violencia urbana derivada del paro nacional, retomando las vías y el orden en el país, especialmente en el Valle del Cauca. Un ministro que desde que desde el primer día en el cargo ha tomado decisiones concretas por garantizar la seguridad de los colombianos, contrario a la actitud de otros que a pesar de haberse posesionado hace varios meses en su cartera aún continúan en empalme. 

Es cierto, la captura de un capo del narcotráfico no frena este flagelo, sin embargo no es justo, como lo pretenden algunos, minimizar el esfuerzo para combatir este flagelo considerado el peor cáncer de nuestro país, y constituye un insulto a las familias de los más de 82 miembros de las fuerzas armadas y de policía asesinados y más de 814 heridos que han entregado y arriesgado sus vidas por garantizar la seguridad de todos los colombianos. 

Hablar de seguridad no debe ser un tema vergonzante, ni estigmatizar a quienes apoyamos el accionar de nuestras fuerzas armadas para garantizar la protección de los ciudadanos en las calles, en sus hogares y negocios, en el campo y las carreteras. No menos reprochable es la actitud que han tomado varios dirigentes políticos que apoyaron y alcanzaron algún reconocimiento nacional en los ocho años de la política de Seguridad Democrática, y que hoy, a cinco meses de elecciones parlamentarias, marcan distancia con fines electoreros y populistas.

La seguridad genera confianza en los inversionistas nacionales y extranjeros que producen empleo, en el empleado que toma el transporte público o se moviliza a pie sin el riesgo de ser atracado y evita la fuga de capitales y talento humano.  Los criminales no distinguen estratos sociales o colores políticos en su accionar cobarde para obtener dinero ilícito.  

Hoy en plena reactivación, cuando todos los analistas económicos destacan el crecimiento de nuestra economía, la lucha por bajar las tasas de desempleo, las políticas públicas en materia social como el ingreso solidario, la matrícula cero, el PAEF entre otros, no podemos permitir como sociedad doblegarnos a una minoría que ponga en riesgo la tranquilidad de la mayoría de los colombianos. 

No debemos ser complacientes ante el accionar delincuencial; hay que denunciar ante las autoridades cualquier actitud sospechosa y de esta forma, entre todos, contribuimos en la lucha contra la delincuencia.