José Félix Lafaurie Rivera 

@jflafaurie

Ya celebramos, en 2010, el bicentenario de una independencia que no lo fue, porque se quedó en “grito”, pues los políticos de la época no pudieron “entender el momento” -herencia maldita hasta nuestros días-, para asumir la prioridad de defender lo alcanzado. En cambio, ya en 1812 se habían trenzado en la primera guerra civil para zanjar por las armas las decisiones sobre el país que querían, cuando ni siquiera tenían país. No es en vano el apelativo de la “Patria boba”.

En agosto de 2019, el Ejército celebró también su cumpleaños número 200, en el día de la verdadera independencia, tras las dos grandes batallas en territorio boyacense contra el pacificador Morillo.

Hoy estamos otra vez de bicentenario, el de la primera Constitución de Colombia, hija del Congreso de Angostura en 1819, en el que Bolívar trazó su sueño de “La reunión de la Nueva Granada y Venezuela en un grande Estado”. La Constitución de la que hubiera sido una gran potencia continental, si los políticos de las dos provincias hubieran “entendido el momento”, fue promulgada el 30 de agosto de 1821, en el Congreso de la Villa del Rosario de Cúcuta.

No obstante, esa primera Constitución republicana duró realmente poco. De hecho, antes de ella tuvimos varias provinciales y, entre 1821 y 1886, en apenas 65 años, logramos tener ¡ocho constituciones!, en medio de nueve grandes guerras civiles y de guerras provinciales por doquier, lo que no es sino el reflejo de nuestra crónica inestabilidad política, aunque nos preciemos de la solidez de nuestra democracia.

La Constitución de 1886, la de Núñez y Caro, fruto de la regeneración conservadora, reemplazó a la última federalista, enterrada por Núñez con su frase lapidaria: “La Constitución de Rionegro ha dejado de existir”. Su gran logro fue reemplazar el federalismo liberal, no porque fuera malo sino porque era liberal, por el centralismo que aún tenemos, aunque tampoco fue modelo de estabilidad, pues sufrió seis grandes reformas y muchas pequeñas en sus 104 años de vigencia.

La Carta de 1991, en la que Dios no se dejó sacar del preámbulo, pero perdió peso, no ha corrido con mejor suerte. Hasta 2021, cuando le celebramos su “treintañez”, ha sido reformada ¡56 veces!, porque ella misma creó los instrumentos para que así fuera, lo que les ha servido a políticos populistas, que siguen sin entender los momentos del país,  para elevar todo a “rango constitucional”, desde una comisión que solo aconseja al presidente, hasta la pretensión de meter a la Constitución, por la puerta de atrás, un acuerdo con narcoterroristas que, precisamente, la violó desvergonzadamente al desconocer la voluntad popular.

A esa ruptura constitucional, que ya cumplió cinco años, le debemos una paz que nadie ha visto, una justicia que ni condena ni castiga, mientras los peores delincuentes se sientan en el Congreso y los militares y policías están encerrados preventivamente; y le debemos el escalamiento de la violencia narcoterrorista en campos y ciudades, al ritmo de las hectáreas de coca, que ya van en 240.000 hectáreas, mientras la Corte Constitucional se atraviesa a la fumigación aérea y, en ocasiones, parece ponerse del lado de los delincuentes. Eso es, cuando menos, lo que perciben los colombianos de a pie.

Y así, de constitución en constitución, de violencia en violencia, con el pueblo empobrecido por la pandemia y el paro narcoterrorista, y atemorizado por la inseguridad y la violencia, hoy enfrentamos las soluciones promeseras del neocomunismo progresista, que amenaza con empujarnos al abismo al que ya cayó Venezuela…, si los dejamos…, y no los vamos a dejar.