Por: Nicolás Pérez
Senador de la República
Les confieso que esta ha sido una de las columnas más difíciles que he escrito. La detención del Presidente Uribe inundó mi alma de un profundo dolor, al igual que sucedió con millones de colombianos que vivimos agradecidos con su legado y ciertamente no entendemos las razones de esa decisión.
No permitirle a alguien que ocupó la primera magistratura del Estado defenderse en libertad es una situación exótica, nunca antes vista y sumamente desproporcionada, a tal punto que políticos y líderes de opinión que no concuerdan con la visión de País que defendemos en el Centro Democrático han coincidido en afirmar que es un exceso innecesario.
En efecto, la medida de aseguramiento está pensada para proceder de manera excepcional, dado que implica privarle la libertad a una persona que no ha sido condenada y que todavía tiene que afrontar todo un proceso por delante donde las autoridades deben demostrar más allá de cualquier duda razonable su responsabilidad en los hechos que se le acusan.
Es decir, es un desconocimiento en la práctica de la presunción de inocencia. Por eso, bajo el régimen de la Ley 600 que regula el juzgamiento penal de Congresistas, Ministros y demás aforados del País, esta medida solamente procede cuando se busque garantizar la comparecencia del sindicado al proceso, impedir su fuga o evitar que se afecten las pruebas.
Evidentemente, ninguna de esas circunstancias se configura en el caso de Álvaro Uribe. En primer lugar, el Presidente siempre ha acudido a todos los llamados de la justicia. De hecho, no ha habido una sola ocasión a lo largo de su carrera pública donde él haya evadido las citaciones o los requerimientos que le hayan hecho las autoridades. Además, siempre ha atendido sin vacilaciones las diligencias que se han llevado a cabo en este proceso.
En segundo lugar, es irrisorio pensar que el gran colombiano piense en fugarse. No solamente por el talante democrático con que le da la cara a los problemas, sino porque, por un lado, actualmente el País tiene sus fronteras cerradas y hay suspensión total de los vuelos de pasajeros y, por otro lado, cada vez que un parlamentario quiere salir del territorio nacional debe comunicárselo a la mesa directiva de la Cámara o del Senado, según corresponda.
En tercer lugar, no es cierto que la libertad de Álvaro Uribe represente un riesgo de manipulación de las pruebas que reposan en el expediente por el hecho de haber sido acusado de soborno a testigos y fraude procesal.
De ser cierta esta tesis, se les debería imponer medida de aseguramiento, sin excepción alguna, a los abogados, los jueces, los funcionarios de los despachos y, en general, a las miles de personas que en el País están sindicadas de estos delitos. Un absurdo que no encuentra lógica alguna en el mundo del derecho.
Desafortunadamente, como suele suceder en nuestro País la excepción se volvió la regla e impedirle a un procesado ejercer su defensa en libertad parece ser un requisito para obtener reconocimientos públicos.
Nada más recordemos que desde 1991 hasta este año se han presentado 26.397 demandas contra el Estado por privación injusta de la libertad con pretensiones económicas que ascienden a $37.9 billones. Es decir, el sistema judicial impone medidas de aseguramiento a diestra y siniestra sin que se cumplan los requisitos legales.
De hecho, si a un Alcalde, Representante, Senador, Presidente, no se le permite defenderse en libertad, ¿qué garantías pueden esperar tener los ciudadanos de a pie que por cualquier razón deben afrontar un proceso penal?…
No solamente creo en la inocencia de Álvaro Uribe, sino que también considero que se está cometiendo una injusticia de proporciones históricas contra un hombre que le ha servido al País desde las más altas dignidades, siempre ha dado la cara, ha respondido por sus actos, ha atendido los llamados de la justicia y ha dado ejemplo de rectitud y transparencia.