Por: Nicolás Pérez, senador de la República

Como era de esperarse, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos concluyó su visita al País con un informe completamente sesgado y falto de objetividad que pareciera haber sido redactado en la sede del Comité del Paro. La defensa que realiza esa entidad de los bloqueos es sencillamente indignante y desconoce por completo las innumerables pérdidas económicas y sociales que le causaron al País.

En total son 41 las recomendaciones que se dan en ese informe, de las cuales me quiero centrar en dos grandes: la legitimación de los bloqueos y el ataque a la institucionalidad de la Policía Nacional. Frente al primero, el panorama es realmente aterrador. La CIDH le sugiere al Estado colombiano que se abstenga de prohibir los cortes de ruta como una modalidad de protesta.

Es decir, para los comisionados en Colombia se debería acolitar que una minoría violenta afecte la circulación de las personas porque, según sus palabras, “hay que tolerar que las manifestaciones generen cierto nivel de perturbación en la vida cotidiana”. Una consideración muy fácil de exponer desde la comodidad de los escritorios de la Comisión en Washington.

¿Acaso no importaba la vida de los bebés que fallecieron en las ambulancias que quedaron atrapadas en los bloqueos? ¿La CIDH le va a reponer al Estado colombiano los $15 billones de pérdidas que dejaron las protestas de mayo? ¿Por qué los comisionados son indiferentes frente a los $484.000 millones que le cuesta al País un día de bloqueos? ¿Cuándo se va a interesar la CIDH en los 300.000 empleos que se perdieron en el sector comercio durante el paro?

No señores comisionados, los bloqueos no se pueden tolerar. La obstrucción de vías es un delito vigente en el Código Penal que fue declarado exequible por la Corte Constitucional. La protesta pacífica no contempla el derecho a obstaculizar el desarrollo productivo del País. Quien bloquee una carretera debe ser judicializado y el Estado no puede titubear para ejercer su legítima autoridad cuando se trata de reestablecer el orden público.

En segundo lugar, la Comisión emprendió una batalla contra la Policía Nacional. Por un lado, recomendó que la institución fuera trasladada del Ministerio de Defensa al Ministerio del Interior y, por otro lado, hizo un llamado para que los policías sean despojados del fuero penal militar. Las mismas exigencias que todos los días hace la bancada de las Farc en el Congreso…

Esto es sencillamente inaceptable. Así como no se puede considerar el desarme de la Policía para que la entidad se convierta en un grupo de boy scouts, tampoco ha de contemplarse la posibilidad de quitarles a los uniformados la única garantía procesal que todavía les queda: ser procesados por su juez natural.

Ahora bien, quizás para lo único que realmente sirve este informe es para que en el País se abra el debate sobre la conveniencia de seguir reconociéndole competencia a las instituciones del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. Me explico:

El Sistema está compuesto por dos entidades: la Comisión y la Corte Interamericana. La primera, da recomendaciones que no son vinculantes para los Estados, mientras que la segunda emite sentencias de obligatorio cumplimiento. En teoría, las decisiones que se adopten allí se integran a la Constitución a través del bloque de constitucionalidad y brindan un mayor escenario de protección a los derechos humanos.

Sin embargo, si algo hemos visto en los últimos años es un choque constante entre las posturas de estas entidades y las decisiones nacionales. Por ejemplo, si aplicamos en estricto sentido el lineamiento de la Corte en el caso Petro, tendríamos que cerrar la Procuraduría, la Contraloría y desaparecería la acción de pérdida de investidura en el Consejo de Estado, dado que los derechos políticos de los funcionarios de elección popular solo pueden ser restringidos por un juez en el marco de un proceso penal. Una medida que dejaría sin dientes la lucha contra la corrupción en el País.

Además, el desfalco al erario público que se causó con las millonarias reparaciones a las falsas víctimas de Mapiripán y el hecho que es casi imposible que el Estado gane un litigio en la Corte hace que uno se cuestione sobre la objetividad y rigurosidad probatoria de estas instituciones.

Y aunque los defensores del Sistema advierten que retirarse del mismo es una conducta propia de dictaduras como Venezuela, también es cierto que ni Estados Unidos ni Canadá, las dos democracias más sólidas y estables del continente, les reconocen competencia a estas entidades. Un camino que ciertamente debemos empezar a considerar en Colombia, más aún cuando nuestro sistema judicial, aunque lento y con problemas, ha demostrado tener la fortaleza institucional suficiente para garantizar la protección de los derechos humanos sin necesidad de ceder soberanía a unas organizaciones extranjeras completamente desconectadas de la realidad nacional.