De la nada, y para hacer daño, reapareció el hombre que mayor vergüenza le ha generado a nuestra administración de justicia y quien convirtió a la Fiscalía General de la Nación en un garito de corrupción y persecución política, Eduardo Montealegre Lynett.
A través de una entrevista con una de las más enconadas antiuribistas, la señora María Jimena Duzán, Montealegre desahogó todas sus frustraciones y resentimientos.
Parecía un desquiciado disparando con una escopeta contra todo y contra todos, especialmente al presidente Uribe, a quien acusó -sin mostrar una sola prueba- de ser un criminal de guerra.
Desde hace más de un año, junto a su amanuense Jorge Fernando Perdomo, anunció que iría a la Corte Penal Internacional a denunciar al expresidente. Ahora, dice que lo hará -cuando tenga tiempo- ante la Corte Suprema de Justicia.
Ojalá lo haga para que se vea obligado a asumir las consecuencias penales de una falsa denuncia.
Nada de lo que Montealegre le achaca al presidente Uribe Vélez es cierto. Con documentos y hechos plenamente difundidos, las imputaciones de quien pasará a la historia como el Fiscal General de los montajes quedan totalmente desvirtuadas.
En los años 90, cuando guerrillas y paramilitares hacían de las suyas en nuestro país, Álvaro Uribe ejercía como gobernador de Antioquia. Al final de su mandato, en octubre de 1997, ocurrió la masacre del Aro a manos de estructuras paramilitares. 15 campesinos fueron brutalmente asesinados.
El entonces gobernador Uribe, como recientemente lo recordó a través de evidencias y documentos la activista del uribismo Marión Vásquez, acudió a instancias internacionales para denunciar ese acto de barbarie. Golpeó a las puertas del Comité Internacional de la Cruz Roja, la ONU, la OEA y hasta la ONG Amnistía Internacional.
Los enemigos de Uribe han llegado al extremo inaudito de decir que mientras ocurría la masacre, él -Uribe- sobrevolaba la región en el helicóptero de la gobernación para supervisar la acción delictiva de los paramilitares.
Basta con revisar la bitácora de vuelos del helicóptero para desmontar esa rocambolesca y temeraria acusación.
Los hechos del Aro tuvieron lugar el 22 de octubre de 1997. El día anterior, el helicóptero realizó un vuelo entre Medellín, Tarso, Andes y otros municipios. Sus pasajeros fueron el entonces gobernador Uribe, su comitiva y una delegación de la OEA.
El día de la masacre, el helicóptero no realizó ningún viaje y solo volvió a volar el 24, cuando llevó a los funcionarios de la OEA a los municipios de Remedios y Segovia.
Si algo ha caracterizado al presidente Uribe a lo largo de su carrera política es, precisamente, su repudio a la ilegalidad. Él, a diferencia de muchos -casi todos- dirigentes de su época, ha rechazado tajantemente la violencia ya sea de izquierda o de derecha y aquello quedó plasmado en su política de seguridad democrática, en la que se hizo una exaltación de la legalidad y un repudio irreductible a cualquier manifestación de inseguridad sin importar si ésta emanaba de la guerrilla, los paramilitares, las denominadas Bacrim o la delincuencia común.
Y esa verticalidad, que ha estado acompañada de un discurso contundente contra la extrema izquierda – que justifica y perdona los crímenes de la guerrilla- es la que alimenta la ira y la acritud del exfiscal, un sujeto sinuoso, gris, acomplejado y evidentemente desesperado por volver a figurar.
Pero difícilmente Montealegre podrá limpiar su imagen. El país jamás olvidará sus montajes, las despiadadas persecuciones que desató desde la fiscalía, la corrupción que promovió en esa institución, los contratos de papel que celebró con Natalia Springer y los desmanes en que incurrió su segundón Perdomo, entre muchas otras irregularidades.
Los ataques arteros de ese sujeto no mancillan el honor del expresidente, el cual se mantiene incólume. Un día le oí decir al propio Uribe una frase que encaja perfectamente para explicar esta situación: uno recibe la patada, dependiendo del burro de donde viene.