Tal vez en el imaginario colectivo de un país como el nuestro hay tanto dolor acumulado, que algunos han optado por el olvido para alejarse de los mil y un fantasmas que ensombrecen la historia reciente de la Patria.  Ha de ser que entre los tantos recovecos que tiene la memoria se nos fue congelando ese grito que clamaba justicia, y entonces nos volvimos inermes a la infamia.

 

Por eso supongo, para muchos el nombre del niño Heriberto Grueso Estupiñán no signifique nada, salvo para su familia y su pueblo, que vieron como uno de los crímenes más horrendos de nuestra historia reciente, se fue quedando empolvado entre los impunes anaqueles de la historia. Era solo uno más, de los tantos crímenes que ya olvidamos, o nos permitimos olvidar aguardando la esperanza que un día en este país la historia cambie.

Pero resulta que solo se puede cambiar el futuro, no la historia de los pueblos. Mirar al pasado, aunque el dolor se nos cuele por entre las claraboyas del alma, es la única herramienta que nos queda para buscar que un día haya verdadera justicia, y ese es el punto de inflexión al que tenemos que llegar los colombianos, antes que los verdaderos enemigos del país terminen su sistemática tarea de acabar la Democracia.

Hoy la Patria nos está doliendo en el alma. Las mismas fuerzas que durante más de 50 años nos sometieron a la barbarie y el oscurantismo, son las que hoy pretenden mancillar el nombre del único líder que se atrevió a devolvernos un país que estaba secuestrado por el más descarnado grupo criminal de todos los tiempos, las FARC. Organización compuesta por criminales oscuros, poderosos y despiadados.

Hacer una lista de los crímenes atroces de las FARC es casi imposible. Tanto, que hay quienes sugieren que necesitaríamos más de 70 años para conocer la verdad de su macabro accionar, y en este sentido solo voy a abordar una minúscula parte de los hechos más abominables acaecidos por cuenta de una organización que, luego de cometer barbaridad y media, encontraron en el narcotráfico el camino para degradar la educación, la economía, la política y hasta la propia Justicia.

De entre sus mil y una infamias, el 15 de noviembre 1990, el país despertaba con la noticia que las FARC, con cargas de dinamita y metrallas de fusil, había segado la vida de cuatro niñas y dos niños, patrulleritos de la Policía Cívica Juvenil, en Algeciras (Huila).  La misma guerrilla que reclutó entre 1980 y 2016 a 11.556 menores de edad, mostraba cobardemente su poder asesinando a inocentes sin importar el dolor de sus familias que impotentes enterraban a sus hijitos en medio de las lágrimas y el dolor profundo que causa la barbarie cuando se ensaña contra los más débiles.

No alcanzan todas las páginas de un libro para relatar una a una las acciones criminales; tomas sangrientas a poblaciones, secuestros selectivos y masivos, y un sinnúmero de ataques inmisericordes, como los 64 soldados asesinados en el Billar Caquetá (algunos rematados a machete), además de diecinueve heridos y cuarenta y tres secuestrados.

Ni qué decir de los hacinados en jaulas, en plena selva, y que en su momento conmovieron al país, o la masacre de Bojayá, donde las FARC lanzaron cilindros – bombas artesanales- en dirección al templo, matando a ciento diecinueve personas, de entre ellas 43 niños, cuyos cuerpecitos quedaron literalmente despedazados en la explosión.

De esta interminable historia de sangre y muerte, fueron y siguen siendo los niños, quienes llevaron la peor parte. La historia del “niño-bomba” conmocionó a los colombianos y exhibió la crudeza de las FARC. Solo 11 añitos, tenía Heriberto Grueso Estupiñán, “el niño del olvido”. Ese que ante la pobreza que rodeaba a su familia, al salir de la escuela cada tarde hacía mandados en el pueblo para ayudar a su madre.

Los guerrilleros le dieron $2000 pesos para que llevara un colchón a la estación de Policía. El niño no sabía que dentro de la colchoneta iba un explosivo. Cuando el infante llegó a la unidad policial, los guerrilleros activaron el aparato.

El niño murió en el acto. Su cuerpo despedazado fue entregado a sus padres en una bolsa de plástico. Cuenta Rosa, madre del pequeño, que el nombre de Heriberto fue escrito con una rama sobre el cemento, pero se fue borrando, y a ella misma a veces le costaba encontrar su tumba. Así es la humedad, así es el tiempo… ¡Así es el olvido!

Por eso hoy cuando vemos la persecución política y judicial contra Álvaro Uribe, el único hombre que fue capaz de perseguir, acorralar y diezmar a estos bandidos devolviendo a los colombianos no solo la seguridad sino además la esperanza en un mejor mañana, no puede uno menos que sentir dolor de Patria.

Quienes cometieron todos estos crímenes no solo quedaron impunes, sino que tienen gracias a la inmensa fortuna devenida del narcotráfico, la capacidad de manipularlo todo, mientras posan ante la opinión pública como adalides de la Justicia.

Duele ver a esos jóvenes que, engañados por filosofías devenidas justo de quienes tienen la tarea de educarlos, terminaron convertidos en rebeldes sin causa, y hoy van por las calles gritando consignas, y hablando de un país que no conocieron y que no padecieron. ¡Qué diferente sería Colombia si hubieran conocido a Heriberto!

Duele aún más, saber que la Justicia se ensañe contra un hombre que, como pocos, ha mostrado su amor a la patria, y todo porque quienes tienen el poder de impartirla, están secuestrados por el miedo. Manipulados a voluntad por quienes, habiendo cometido tantas atrocidades, le cobran Álvaro Uribe el haber defendido a los colombianos en tiempos aciagos, donde la fuerza de las armas se anteponía a la virtud de la grandeza. Él nos liberó del yugo de los miserables, no se lo perdonan, y hoy una infamia le quita la libertad.