Por: Margarita Restrepo
El porcentaje de hacinamiento carcelario en nuestro país es francamente alarmante. El cupo total de los 132 centros penitenciarios que tenemos en Colombia, es de poco más de 80 mil. Pero, según el INPEC, la sobrepoblación es de casi el 55%.

En cifras redondas, hoy tenemos alrededor de 124 mil personas privadas de la libertad y el número seguirá aumentando, mientras la capacidad carcelaria continúa estática.

Parto de la base de que no creo que el hacinamiento en las cárceles se soluciona a través de la excarcelación. Aquellos que violen la ley y sean condenados, tienen que pagar su castigo en una prisión, salvo que los jueces ordenen algo distinto, como la detención domiciliaria, o la limitación de locomoción en cualquiera de sus manifestaciones.

Quiero concentrarme en esta columna en dar algunas opiniones sobre un debate que considero de indivisa importancia y sobre el que el país debe avanzar cuanto antes: la infraestructura penitenciaria.

Además de garantizar un aislamiento seguro de las personas que han sido condenadas o se encuentras tras las rejas de manera preventiva por considerarlas como peligrosas para la sociedad, el Estado colombianos tiene el deber moral de contar con cárceles que observen estándares de dignidad para los internos.

Independientemente del delito que hayan cometido, o de su peligrosidad, la población carcelaria goza de derechos y, sobre todo, no podemos olvidar jamás que los presos siguen siendo colombianos.

Las cárceles se han convertido en grandes universidades del crimen. Cuando un condenado cumple su pena, regresa a la calle con nivel muy bajo de recuperación y de resocialización, razón por la que los índices de reincidencia son tan elevados. A finales del año pasado, el Inpec reveló una cifra que produce desconsuelo: más de 22.5 mil internos, eran reincidentes.

Si la decisión del legislador es la de continuar ampliando el código penal y estableciendo penas de cárcel cada vez más largas, pues debemos emprender una tarea titánica con el propósito de ampliar el número de cupos.

Entiendo las dificultades presupuestales y más ahora, con la crisis generada por la pandemia, pero aquello no nos exime de la responsabilidad que tenemos como sociedad de pensar en una estrategia tendiente a dignificar a aquellos compatriotas que se alejaron de la legalidad y están pagando las consecuencias de sus actos.

Esta discusión debe darse con desprendimiento, sin apasionamientos y sin confundir principios. Muchas veces, cuando se plantean este tipo de asuntos, algunos sectores irreflexivos desfiguran la realidad a través de descalificaciones y de caricaturizaciones. Insisto: aquellos que violen las leyes, debe ser merecedores del castigo correspondiente, pero la sanción debe ser cumplida en un centro de reclusión que observe unos mínimos de dignidad y que, a su vez, facilite la función resocializadora que es connatural al castigo penal.

Tan pronto se normalice la situación por la que atraviesa el país, propondré un debate amplio en el Congreso de la República con el fin de que identifiquemos las soluciones al lamentable trance que padece el sistema penitenciario nacional.