Por: John Harold Suárez Vargas.

Senadorde la República de Colombia. Centro Democrático.

El 31 de diciembre del presente año será el último día de mandato de los 1.123 alcaldes de Colombia y de sus 32 gobernadores. Muchos de ellos terminarán su periodo constitucional con un altísimo porcentaje de desempeño en sus planes de desarrollo; otros, por el contrario, sufrirán el infortunio de no haber podido cumplir a sus comunidades por distintos factores. Hoy, como exalcalde de una hermosa población en dos oportunidades, siento enorme solidaridad por los alcaldes de las poblaciones que se vieron afectadas por los incumplimientos y retrasos en la ejecución de obras de infraestructura educativa a cargo del FFIE – Fondo de Financiación de Infraestructura Educativa, creado por la exministra Gina Parody, y que hoy la tiene inmersa en un proceso por parte de la Contraloría Nacional, junto con otros 22 funcionarios y 15 contratistas.

Siento dolor por la frustración de los mandatarios que tuvieron la enorme ilusión de sacar del atraso sus colegios y escuelas, con la esperanza de tener espacios dignos para la formación de sus niños y jóvenes, pero que, por el contrario, vieron cómo se disparó la deserción escolar, por cuenta de edificaciones inconclusas que generaron traumatismos, incomodidades con estudiantes recibiendo clases incluso a la intemperie y hasta riesgo de accidentes, pero lo peor de todo, les arrebataron la oportunidad de quitarle militantes al hampa que tiene como presas principales a los preadolescentes y jóvenes que por distintas causas abandonan sus clases.

Bajo el mito de que en las regiones y municipios prolifera la corrupción, el Fondo FFIE contrató de manera directa, con recursos nacionales y de los entes territoriales, sin licitación y sin ninguna participación de los gobiernos municipales, y lo que se supone sería un ejercicio ejemplar de eficiencia administrativa, se convirtió en el peor descalabro en materia de infraestructura, puesto que lo que aquí se vulneró fue uno de los derechos fundamentales más importantes como lo es la educación.

De 50.000 aulas prometidas para niños en situación de extrema pobreza, solo entregaron 1.300, y 8.000 quedaron en alto riesgo, siendo ello un verdadero crimen social que robó los sueños y esperanzas, primero de los menores y sus familias, de los rectores, coordinadores y docentes, pero también de los mandatarios locales que terminarán su periodo constitucional con el lunar de no haber cumplido con esas obras y sin que la comunidad entienda que no fue su culpa. Ellos serán los que siempre carguen con la pena, y sus ciudadanos con el tiempo perdido irrecuperable de una generación que tenía el derecho, los recursos y la iniciativa para transformar sus espacios educativos, pero que la negligencia, la indolencia y la corrupción, les arrebataron.

Ahora el reto es el de presentar en el Senado un proyecto de ley que permita reglamentar este tipo de procesos, pues quedó demostrado que apartar a los dolientes del desarrollo de sus obras deja resultados funestos y sin verdaderamente a quien reclamar.