Por: Nicolás Pérez
Senador de la República
Fumigar o no fumigar. Esa ha sido una discusión constante de la política antidrogas del País y tiene puntos tanto a favor como en contra. Sin embargo, más allá de los debates ideológicos, es evidente que esta es la única herramienta que ha servido de manera contundente para disminuir el número de cultivos ilícitos. En buena hora el Gobierno alista su retorno entre marzo y abril con tecnología de alta precisión que evita que el químico se desvíe a los cauces hídricos o a los centros poblados.
Si ponemos nuestra dura realidad en contexto, la situación es muy clara: en 1990, cuando Pablo Escobar y los carteles de la droga todavía hacían de las suyas, en Colombia había 40.100 hectáreas sembradas de coca. 10 años después, en pleno proceso del Caguán, esa cifra ya superaba las 160.000. Acto seguido, tras la puesta en marcha del Plan Colombia y la seguridad democrática, las plantaciones cayeron a 48.000 en 2012, una reducción del 70% que lograba superar la meta inicial trazada entre Washington y Bogotá de disminuir las siembras en un 50%.
No obstante, el inicio del proceso de La Habana en 2012, la suspensión de la aspersión aérea en 2015 y la creación del incentivo perverso que le otorgaba ayudas estatales a los propietarios de terrenos que tuvieran cultivos ilícitos para proceder a una posterior sustitución, terminaron disparando las plantaciones, las cuales llegaron a 208.000 en 2018. En otras palabras, en cinco años se tiró a la basura el esfuerzo conjunto realizado desde el 2000, a tal punto que ahora tenemos más cultivos sembrados que en aquella ocasión.
Debido a lo anterior, el único camino probado que tenemos para disminuir las plantaciones es la fumigación con glifosato. La erradicación manual, aunque bien intencionada, es una estrategia fracasada que se ha implementado desde 2015 hasta la fecha. Sus niveles de efectividad son casi nulos debido a los altos niveles de resiembra y el riesgo al que expone a los más de 16.000 uniformados que la adelantan es inadmisible. No hay derecho a someter a los soldados y policías de la Patria a una ruleta rusa de minas, bombas y francotiradores cuando una avioneta antinarcóticos logra mejores resultados de manera segura.
Además, no tiene sentido destinar tal cantidad de miembros de la Fuerza Pública a arrancar matas cuando se estima que para 2022 el País tendrá un déficit de policías de 20.000 uniformados y actualmente en ciudades como Bogotá dicho indicador asciende a 9.000 efectivos. Evidentemente necesitamos utilizar ese personal disponible para combatir la inseguridad rampante que están sufriendo las principales ciudades.
Siendo realistas, si Colombia no reduce los cultivos ilícitos pierde por todos los flancos. Por un lado, el narcotráfico y los $19 billones que genera anualmente, $3 billones más que todo el presupuesto de inversión de regalías para 2021-2022, es la principal fuente de financiación del terrorismo en Colombia. No en vano los Grupos Armados Organizados se disputan a muerte el control del multimillonario negocio, dejando a su paso un nefasto legado de violencia en las regiones. Líderes sociales asesinados, empoderamiento de las estructuras criminales y la comisión de todo tipo de delitos en zonas como el Catatumbo son tan solo algunas de las consecuencias que deja esta situación.
En otras palabras, mientras haya coca no habrá paz.
Por otro lado, el riesgo que Estados Unidos descertifique a Colombia como País comprometido en la lucha contra las drogas sigue estando latente. Esa decisión acarrearía la imposición de sanciones que afectarían la relación comercial entre ambas naciones y podría traer consecuencias nefastas con nuestro principal destino de exportaciones y más importante socio inversionista.
De hecho, frente a este punto debemos dejar algo bien claro: si bien el Presidente Biden es demócrata, esto no quiere decir que Estados Unidos le va a dejar de exigir a Colombia la reducción de hectáreas sembradas de coca. Tan es así, que el propio Biden fue uno de los Senadores que en su momento lideró la aprobación en el Congreso americano del Plan Colombia entre las administraciones Clinton y Pastrana.
Asimismo, la política americana frente a Colombia es bipartidista, lo cual significa que tanto liberales como conservadores elevan sus respectivas exigencias, dentro de las cuales, lógicamente, está un uso efectivo de los recursos, más aún cuando Estados Unidos ha invertido más de US$10.000 millones en el Plan Colombia y, como lo dije anteriormente, ahora estamos peor que cuando inició el programa.
Por eso, por pragmatismo, estrategia, responsabilidad y sensatez, la fumigación con glifosato debe volver. El anuncio que el Gobierno hizo esta semana sobre la reactivación de la aspersión en Guaviare es esperanzador. Ojalá el cronograma se cumpla, despeguen los aviones y el País deje atrás seis años de equivocaciones que nos han costado todo tipo de pérdidas materiales y humanas.