Nicolás Pérez
Senador de la República
Llevamos un mes sufriendo las consecuencias de los bloqueos. El País ha perdido $10.8 billones, la reactivación económica se fue al piso y miles de empleos están en juego. En estos momentos de caos e incertidumbre, se requiere del ejercicio de la legítima autoridad del Estado para contener la violencia estructurada antes que siga escalando y devolverle así la tranquilidad a toda una Nación.
Para dimensionar lo que implican los bloqueos hay que partir de una diferenciación: una cosa es la protesta pacífica y otra la violencia. La primera, es un elemento esencial de la democracia. Sin ella sería imposible manifestar nuestras posiciones y denominarnos como un Estado moderno y respetuoso de las libertades individuales, no sería más que una falsa expectativa.
Sin embargo, la protesta, como todo derecho, no es absoluta y está sujeta a unos límites. Nuestra Constitución defiende las manifestaciones pacíficas, pero bajo ninguna circunstancia tolera la violencia. Y no lo hace porque en 1991 los constituyentes diseñaron un amplio catálogo de instrumentos a los cuales se puede acudir para expresar el inconformismo ciudadano.
Está la tutela, la revocatoria del mandato, el control de constitucionalidad, la acción de cumplimiento, las acciones populares, las elecciones y, claro, también las marchas. Un listado de opciones eficaces que funcionan dentro de la institucionalidad y que nos demuestran que la violencia no es el camino.
Por eso, cuando se acude a este último escenario para lograr a través de la fuerza aquello que fue rechazado en las urnas, el panorama cambia. Por ejemplo, destruir el Transmilenio en Bogotá no reivindica ninguna lucha ni tumba al establecimiento, pero sí afecta a las 2.5 millones de personas que lo utilizan a diario como medio de transporte y que ahora deben caminar durante horas para retornar a sus casas.
De igual manera, cuando se realizan 2.499 bloqueos en las vías de Colombia en menos de 30 días no se está cambiando el modelo político o económico, sino que se genera un desabastecimiento en las ciudades que encarece el precio de los productos, pone en riesgo la subsistencia de miles de familias y sabotea el desarrollo del País.
Tan es así, que el 80% del comercio exterior se ha afectado, el 22.2% de las empresas están paralizadas, medio millón de sacos de café no se han podido exportar, 472.000 empleos del sector de la construcción están en el limbo, un millón de toneladas de frutas y verduras están en riesgo y diariamente perdemos $480.000 millones.
Siendo esta la situación, la respuesta de la institucionalidad frente a la minoría violenta que quiere sabotear el desarrollo del País no puede ser otra distinta al ejercicio de su legítima autoridad. Obstruir una vía pública es un delito vigente en el Código Penal y todos aquellos que incurran en él han de ser judicializados de inmediato. Sus acciones delictivas están lejos de ser cobijadas por el marco constitucional que protege la protesta pacífica y la acción de la Fuerza Pública en su contra debe ser rápida, efectiva e implacable.
En especial, porque esto no se soluciona con corredores humanitarios, sino garantizando el derecho de 50 millones de colombianos de desplazarse libremente por las carreteras y disfrutar con tranquilidad de toda la geografía nacional. Ningún grupo de bandidos con ínfulas de grandeza es competente para decidir quién puede desplazarse, qué productos puede transportar ni cuáles vías debe usar.
De hecho, es tan grave esa situación que el Gobierno no puede sentarse en una mesa de negociación mientras los promotores del paro persistan en la idea de bloquear Colombia. Hacerlo, terminaría legitimando esta acción como un mecanismo de presión válido contra el Gobierno, con lo cual nunca cesarían.
En estos momentos la agenda del País debe estar centrada en la reactivación económica, la generación de empleos y la lucha contra la línea de pobreza que a raíz de la pandemia se disparó al 42.5% y no en el caos que una minoría violenta quiere imponer. Bloquear las vías es un delito que debe ser castigado con severidad y para ello la acción de la Fuerza Pública es fundamental. Después de un difícil 2020 lo último que necesitamos es que perduren unos estructurados nichos de violencia que ponen en riesgo el ingreso de miles de familias y el desarrollo empresarial de Colombia.